Campanas para ella

Napoleón Cruz
El tiempo que había pasado no fue suficiente.  Una, dos, tres, cuatro campanadas que revelaban el inicio de una larga y extenuante cuita; la tercera parte de una agonía que duraría días, meses, años, épocas. Al principio, Ximena mantuvo sus bellos ojos verdes cerrados. Después de que todos acudieran a la cita, reflexionó, no sin las debidas precauciones: “Abriré los ojos para comprobar la presencia de los bienaventurados”. Aunque no era probable que tuviese éxito, el candor de su alma la motivó a levantarse del suelo blando.

Las marmóreas manos de Ximena buscaron un objeto para asirse, pero su búsqueda fue fútil. En aquel lugar, los segundos parecían no progresar; acaso la vida se había detenido o, peor aún, la vida era, más bien, muerte. Detrás del vidrio que dividía ambos mundos, miríadas de miradas la observaban, como si indagaran en sus más profundos anhelos y angustias. Luego de que hubo asimilado su presencia, Ximena recordó su niñez, su adolescencia, sus mocedades. ¿Tan rápido transcurrió su vida? No; debiera, en todo caso, hacer la requerida introspección en un mundo lleno de abismos infinitos, de recuerdos insondables.

“Espero que ya no me estén viendo; me hacen sentir mal”, pensó Ximena, mientras sus ideas se acoplaban al ritmo cadencioso de su soledad. En efecto, un mareo inusitado empezó a gestarse en su marmóreo rostro, por lo que decidió abandonar sus pensamientos y entregarse a las visiones de momentos pasados. Era probable que, en verdad, hubiese amado tanto, sino estuviese en aquel lugar.

Cinco, seis, siete, ocho campanadas cuya sonoridad hacía retumbar el corazón constreñido. En su mente, el torrente de ideas chocaba con tal furia que no tuvo más remedio que guardar silencio casi absoluto. Las ideas cesaron. Sin embargo, las personas seguían contemplándola, con una efigie que vacilaba entre la tristeza y la extrañeza. Nadie sería capaz de ver aquellos ojos verdes. Mucho menos tendrían la dignidad de asomarse a sus sentimientos. ¿Quién era, en verdad? Quizá sólo era una idea de quien creía haber sido; posiblemente fue lo que los demás desearon que fuese. Ya para ese entonces, todo se redujo a meras conjeturas; aspectos baladíes de una vida ajena.

Ximena preguntó la fecha; nadie le contestó. “¿No tengo derecho a saber cuándo inició este cautiverio?” se preguntó, pero tampoco ella pudo darse una respuesta satisfactoria. No fue capaz ni de emitir una mentira piadosa que apaciguara su progresiva incertidumbre. Los trabajos y los días, los placeres y las noches, ¿en qué parte de sus recuerdos quedarían guardados? Y aquel amor que no fueron capaces de darle, ¿habrá desaparecido irremediablemente?

Nueve, diez, once, doce campanadas que no se justifican. Tampoco se justifica la presencia de aquellos fantasmas que, para Ximena, representaban todos los que estaban del otro lado del espejo. ¿Por qué era tan imprescindible ver aquellos ojos verdes tan hermosos? Dicen por ahí que los ojos son el reflejo del alma. En sus dominios albos, Ximena alcanzó a distinguir una mirada: la de su amante pretérito. La mirada de un fantasma, sí, pero uno que comprendía su dolor, su exasperación.  “Mi tiempo es tu tiempo”, le dijo; creo que no lo escuchó.

Se preparaban para dejarla sola nuevamente –como había sucedido tiempo atrás–, para confinarla en un sitio blanco por fuera, pero oscuro por dentro. Las campanadas seguían sonando ya no en el exterior, sino en lo más profundo del alma de Ximena. Sus ojos verdes se tornaban cristalinos, mucho más hermosos, dotados de la belleza que otorga la sinceridad. La época de su felicidad se alejaba cada vez más y, con ella, se iba también una historia.

El tiempo se detuvo. Los sonidos dejaron de escucharse. Estuvieron frente a frente. Miró sus hermosos ojos verdes, besó sus níveas manos, acarició su blonda cabellera y la urgió a no olvidarlo. Una mirada furtiva y una sonrisa esbozada en el virginal rostro le indicaron que lo comprendía, como él a ella. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Fueron las gotas más diáfanas que hubiese visto en su vida.

Alguien ajeno a su sufrimiento los separó. Fue la última vez que vio aquellos ojos verdes, aquella efigie blanca. Una vez separados, sólo quedaron dos sombras, prematuramente separadas. Todo parecía haber muerto en aquel instante, salvo la campana que anunciaba una nueva hora. ¡Talan!¡talan!¡talan!, era lo único que sus nobles oídos alcanzaron a percibir antes de que Ximena fuese exiliada de la vida –si es que estas cadenas de amargura pueden llamarse vida.

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