Triste, ser joven en México


José Manuel Vacah (Estado de México, 1990)


Bienaventurada la casa en la que padre e hijo se dan mutuos ejemplos de virtud, porque será  nido de alegría y hogar de felicidad.
Bienaventuranzas

Veo como gran parte de mis amigos tratan de imitar a los conejos. He celebrado la maternidad de muchas de mis amigas, y con qué gusto, una paloma anida en mi corazón y canta una canción de cuna a todos los recién nacidos. Aunque dentro de toda esta alegría hay algo que me aterra. Traer un hijo al mundo es un exceso de egoísmo. Perdón, quiero decir, traer al mundo un hijo es un exceso de bondad. ¡No!… no estoy seguro: no lo estoy: sobre mi duda se cierne la pobreza y la funeraria actitud de un mundo en el que la vida (cuando digo vida quiero decir Vida) sino sufre de tuberculosis, sufre de cáncer, de sífilis, de sida, de odio, de violencia,  de esto, de lo otro; el riesgo de contagio aumenta a cada minuto, y no hay cura, para la vida nunca hay cura porque la muerte es el único resultado. Traer al mundo un hijo es una acción difícil, traerlo a un mundo devastado, puede ser un prejuicio quizá, pero es un riesgo. ¿Qué quién soy para decir esto? ¿Qué soy muy joven? Sí, tengo veintidós años y sufro de un exceso de juventud. Vivo en Ecatepec, uno de los municipios más grandes del Estado de México y uno con los más altos índices de feminicidios en el país. Vivo en un barrio que, de un tiempo para acá, comenzó a llenarse de borrachos y pendejos. He visto como gran parte de mis antiguas compañeras de clase (aquellas con las que compartí recuerdos de primaria y de secundaria: de un par de ellas estuve enamorado alguna vez), ya tienen un hijo o dos, y también he visto en el mundo a muchos niños que no tienen padres y duermen sobre una cama de banqueta después de una imbécil jornada de trabajo. ¡Celebro a la niñez mexicana!
Cerca de mi casa, vive una niña con cinco medios hermanos, lo único que comparten es la madre. Viven en una casa que sólo tiene una recámara y un baño. La madre nunca está en ella, se la vive de trabajo en trabajo, y de cama en cama. Los niños se crían solos. ¿Por qué sé esto? Porque no puedo pasar indiferente ante ciertos hechos que se me restriegan en la cara como el aliento fétido de los amaneceres en la ciudad; bonitos amaneceres, por cierto. 

Hay que temer a la pobreza,

sentenció un poeta alguna vez. Si hay algo terrible en esta vida es un niño con la ropa sucia, el estómago vacío y la cara de un viejo, llena de amargas arruguitas invisibles, donde sólo se refleja una pobreza líquida y permanente. Niños nacidos arrojados a un mundo que no les pertenece, que nunca les pertenecerá.
Los jóvenes de mi barrio viven bajo el autoritarismo de la ignorancia, borrachos jóvenes que le chiflan al alba, riéndose como hienas ante el asombro de un chiste inicuo como amarillo y fugaz. Estos jóvenes se llenan los bolsillos de celulares que robaron durante la noche anterior y bailan en la madrugada entre las calles; detenidos, a veces, en una esquina, para tomar cerveza, fumar mariguana mezclada con tabaco/meterse piedra/inhalar unas líneas de coca. Miro por la ventana, ahí están, gritando, aullando, chingando madres y rascándose los huevos con un machismo gástrico y salvaje. Están ahí: esperando, esperando. Arde el tiempo.
No todos los jóvenes de mi generación somos los mismos, estamos los otros, aquellos indignados de su propia miseria que buscan, a toda costa, cambiar los aspectos negativos de este mundo, aunque no sepamos cómo hacerlo. Nos cansamos de lavar nuestros zapatos, pero la huella de la violencia, los vicios, la ignorancia y los tiempos difíciles
que nos acosan,
es imborrable.
Cada vez es más triste ser joven en este México de sal y de carbón. Las posibilidades de una vida amable se reducen, pocas oportunidades de vivir plenamente.

A lo único que aspiramos los jóvenes

es a amar.

El tres de mayo leí esto en un periódico de circulación nacional:
La falta de políticas públicas para detener, prevenir y disminuir la cultura de la violencia social hace a la sociedad impotente, indefensa y resignada ante esta situación […]Afirmó que cualquier sociedad organizada con inversión en el bienestar social, el desarrollo y la felicidad de sus ciudadanos asume la cultura de paz, de respeto a la vida y a la seguridad ciudadana […]Todas estas problemáticas psicosociales se deben al incremento del abuso de alcohol, marihuana, cocaína y otras drogas, pero también, al acceso fácil a las armas de fuego […]Esto unido a la crisis moral, la debilidad del aparato judicial y la falta de respuestas socioeconómicas, tecnológicas y sociales para la población […]Es penoso observar, insisten los psiquiatras, cómo se han incrementado las familias rotas, los divorcios, la deserción escolar, la deambulación por las calles, exponiéndose a los maltratos físicos, emocionales, psicológicos, sexuales, padeciendo una sociedad indiferente […]Etcétera […]Etcétera […]Etcétera.

Los otros jóvenes de mi generación buscan ganar esa lucha que ha tardado en comenzar, esa revolución sitiada dentro de una caja negra que bien puede ser un sombrero de mago, cuyos augurios tiemblan en el resquicio de este sexenio presidencial, de esta protesta que se inaugura ante el rechazo al mismo sistema corrupto de políticos ignorantes y criminales. ¡Por que ya basta de que el pequeño grupo que tiene el poder siga imponiendo a criminales como presidentes! Ahora más que nunca tratamos de despertar y abrir los ojos y levantar los dedos para señalar a los asesinos y a los corruptos, sin furia: sin violencia: –las palabras del poeta Jaime Augusto deben leerse en voz alta– Y la muerte en la metralla. La muerte en las cárceles. Y la desolación jamás en nuestros corazones, el odio jamás en nuestros puños…
Los sueños nunca terminan: deseemos la paz/el amor/la vida –qué buena falta nos hace–, es momento de escribir, nuevamente, esta frase: seamos realistas, pidamos lo imposible. Que nuestra voz no comience en la violencia, que no concluya en la violencia.
Es triste ser joven en México, pero cada vez que asumo mi tristeza, me dan más ganas de hacer el amor y luchar por la causa más justa.

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